Por Ana E. Arriaga (*)
Frecuentemente el 2001 se asimila a diciembre y la sucesión de saqueos y cacerolazos en las principales ciudades argentinas que marcaron el fin del gobierno de la Alianza. Frente a la revuelta que desbordó aquellas acciones, el estado de sitio y la represión no escatimó palos y balas incluso a las Madres de la Plaza causando la muerte de 39 personas en aquellas jornadas. Tiempos de violencia callejera, de desazón e incertidumbre, de huelgas y piquetes, de barricadas y ataques a edificios públicos, a bancos, escraches a políticos y miembros de la corte suprema. La salida de Fernando De La Rúa dejó descarnadamente expuesta una crisis política sin precedentes que cierta economía interpretativa suele sintetizar en la sucesión inédita de cinco presidentes en once días.
Recordar siempre es político y ciertas memorias del 19 y 20 suelen ir de la mano de la condena a la violencia en tanto negación de cualquier racionalidad política. Sobre todo la preocupada por preservar mecanismos de representación asimilando la protesta a conspiración. Pero la revuelta, el estallido o el argentinazo del 2001 fue mucho más que caos, represión, castigo al gobierno de turno o rechazo a la corrupción. Se trató de un choque frontal y potente contra la democracia neoliberal.
Corriendo el velo de los gases y las piedras, se advierte la enorme intensidad política que llevó a diciembre y arrasó nuestras subjetividades aquel verano del 2002. Pues no solo en el tajante “que se vayan todos” plantó bandera una clase media movilizada en las asambleas barriales. También proliferaban las fábricas recuperadas, ferias, clubes del trueque, colectivos de arte callejero, merenderos…Una gran intensidad vital de organizaciones que le ponían el cuerpo a la crisis tejiendo acaso frágiles soluciones, o renovando el deseo de transformación cargado de una notable creatividad al servicio de las necesidades más crudas. Aquello no fue en absoluto exclusivo de los sectores medios, desde 1997 asistimos al “milagro sociológico” de un movimiento piquetero que aún sin trabajo y sin fábrica amenazaba al capital. Es que no fue tan milagroso, hubo acumulación de experiencias organizativas de más larga data, aprendizajes de las resistencias sindicales a las privatizaciones y de las luchas territoriales urbanas. Las marchas federales de la CTA y la CCC, los estallidos desde Salta a Neuquén pasando por Santiago del Estero o Córdoba. El denominador común: resistir el ajuste y la desocupación. En efecto, también hubo un diciembre sindical en el paro nacional del 13 o la consulta popular del FRENAPO del 13 al 19 reclamando nada menos que un seguro nacional contra el desempleo y una asignación universal para la infancia.
Veinte años después las resonancias con el 2001 se miden en el empobrecimiento estructural negado por los responsables de un nuevo y superador endeudamiento. Igual de sórdido es el retorno a programas de ajuste para cumplir con el FMI y no faltan los fantasmas de corralito o cuasi-monedas. Evocar las tramas instituyentes del 2001 es una invitación distanciada de los paralelismos simplificadores y se inspira en la imperiosa necesidad de sortear el desánimo en el que cala profundo el impacto de la pandemia. Visto en perspectiva, reducir nuestras expectativas a los resultados electorales es aniquilar el potencial de esa enorme creatividad política que aquí supo encenderse -parafraseando a Ansaldi- “como un faro en el fin del mundo”.
(*) Lic. en Historia, docente e investigadora de la Universidad Nacional de Córdoba, del Centro de Investigaciones de la Facultad de Filosofía y Humanidades (UNC).